2010-05-28

(¯`•._)El principe que quiso perder la memoria(¯`•._)

Hubo una vez un príncipe a quien, en su decimoséptimo cumpleaños, regalaron un espejo hermosísimo que había pertenecido a un gran sabio de Oriente. Era un espejo ovalado con intrincadas y perfectas filigranas de oro y plata en su mar­co. Nunca habían visto otro igual en el reino. En su increíble belleza destacaba el pulido de su superficie, pues semejaba la textura de un lago plateado en el cual unas levísimas olas azu­ladas se movían.

El pequeño príncipe lo miraba, lo acariciaba y trataba de descubrir no su rostro reflejado en él, sino el fondo de aquel lago que parecía tener vida.

—Tendrás que aprender a mirar de otro modo, príncipe —le dijo una voz de muchacha.

El joven, asustado, miró a su alrededor, buscando a la due­ña de aquella voz tan musical. No había nadie en la estancia. Miró incluso bajo las sábanas de su cama. Nada. Entonces es­cuchó una risa cristalina que parecía provenir directamente del espejo. Se acercó a él y descubrió unos ojos que lo miraban con infinita ternura.

—No te asustes, joven amigo. Soy tu espejo, el mejor rega­lo que podían hacerte. Mi antiguo dueño me enseñó el lengua­je de los humanos. Gracias al anciano sabio, aprendí a comunicare con las personas y también a amarlas. Lamenté mucho su muerte y temí que mis nuevos dueños no estuviesen a la altura de su bondad y sabiduría. Ciertamente, no lo estu­vieron, y durante estos años he permanecido en silencio ob­servando las mayores extravagancias.

El pequeño príncipe no salía de su asombro. ¿Realmente estaba escuchando una voz procedente de aquel espejo, o tal vez su imaginación le estaba gastando una broma pesada? El espejo se rió sin burla, con la ternura de una madre que con­templa la incredulidad de su niño pequeño.

—Sí, soy tu espejo; no te asustes. Si he decidido comunicare contigo es porque te he visto mirar mi superficie sin in­tentar encontrar tu rostro, queriendo descubrir algo que pocos intentan ver en nosotros los espejos. Verás.

Y el espejo fue enseñando a su nuevo dueño secretos y sa­bidurías de todos los tiempos. Había sido fabricado hacía cien­tos de años, y había conocido imperios, reyes, guerreros, sa­bios y malvados de muchas centurias.

Al muchacho se le pasaban las horas volando mientras es­cuchaba aquella voz amiga, y lamentaba no haberlo conocido antes.

El príncipe Juan, que se sentía más atraído por la ciencia y la poesía que por la guerra y el gobierno, encontró en aquel regalo-el compañero idóneo, el confidente de sus dudas y el maestro que lo ayudaría a ir descifrando los misterios que ro­dean al hombre.

El joven príncipe amaba la ciencia y las artes por encima de cualquier otra cosa. No en vano, desde muy niño lo habían apodado Juan el Poeta.

Su padre, el rey, tenía que valerse de toda su autoridad para que el muchacho cumpliera mínimamente los ejercicios con los que su instructor, el duque Orlando el Tuerto, intenta­ba convertirlo en un guerrero si no bueno, al menos aceptable.

— ¡No os concentráis! —repetía una y otra vez el duque Orlando, enfadado con su distraído alumno.

—Perdonadme, Orlando, amigo mío; pero es que no con­sigo ver la utilidad de ser diestro en las armas cuando se pre­tende ser un rey de paz.

—Que vos anheléis la paz es muy loable, mi señor. Pero eso nunca querrá decir que vuestros vecinos tengan la misma aspiración.

—Sois pesimista, Orlando; tal vez como corresponde a un guerrero. El Califa es un buen amigo y mejor vecino. ¡Cuántas veces he sido invitado a jugar largas partidas de ajedrez en su palacio! Sus médicos cruzan nuestras fronteras sin que nadie ponga reparos. Más bien al contrario, son recibidos con mues­tras de júbilo por el pueblo, que conoce su sabiduría. Sus poe­tas compiten con los nuestros en las Justas de Primavera, aun­que nunca salimos bien librados —el príncipe guiñó un ojo al fiel Orlando—. ¿No creéis que para lo que deberíamos prepararos es para esas guerras de poemas y no para otras?

—Quisiera daros la razón, mi buen señor. Es bien cierto que disfrutamos años de paz que han convertido nuestro reino y el vecino en prósperos territorios. Nadie odia tanto la guerra como quien en ella perdió a su familia y aun una parte de sí mismo...

— ¿Lo ves, Orlando? Todo son motivos para preparar la paz.

—Con las mejores defensas.

— ¡Inútil pérdida de tiempo, oro y esfuerzos! Sin contar con las vidas que toda guerra se cobra.

—Sabed, mi joven e inexperto señor, que si bien el Califa es un buen hombre que ama la paz, las ciencias y el arte tanto como vos, no tiene un heredero a quien haya educado en sus mismos amores. Tan sólo tiene tres sobrinos que habrán de disputarse el reino. Y de esa previsible disputa en el reino veci­no nos tocará, no lo dudéis, una parte de desgracia.

El príncipe Juan se reía de los temores del duque, y si con­tinuaba con el entrenamiento en el arco y la espada, era tan sólo por no ofender al amigo que tan fiel era a su reino, y por no causar a su padre más quebraderos de cabeza.

Pero, en cuanto podía, escapaba a sus habitaciones para continuar con las lecciones del espejo, que le dibujaba ciudades desconocidas y le planteaba problemas impensables incluso para los sabios del reino vecino.

El príncipe Juan era, por entonces, un joven feliz.

El rey no aprobaba los gustos de su hijo. Tan sólo la reina, amante como él de todos los saberes, compartía el secreto del espejo, y muchas tardes las pasaban juntos descifrando enig­mas o conociendo lugares que aún no habían sido descubier­tos.

Con la ayuda del espejo, madre e hijo lograron viajar al pa­sado de Imperios perdidos y ver las hermosísimas ciudades que, para entonces, cubrían el olvido, la hiedra o las arenas del desierto.

No duró mucho el tiempo de la felicidad, que siempre re­sulta breve entre los humanos.

Diríase que las desgracias se habían ido acumulando para llegar todas de golpe y sin tiempo para el respiro.

El primer dolor de Juan fue la muerte de su madre. Unas extrañas fiebres la postraron en cama y ninguno de los médi­cos enviados por el Califa pudo hallar remedio. En pocas se­manas se fue consumiendo como una vela encendida, y murió sin voz para despedirse de su hijo.

A Juan le ardieron los ojos de tantas lágrimas derramadas, y era tan intenso su dolor que el rey creyó que el propio mu­chacho acabaría enfermando como su madre.

—Tenéis que aprender a vivir con el dolor —le advirtió el espejo.

—Lo dices tú, que no has tenido madre...

—Pero he tenido amigos que eran mi propia alma, y los he visto morir uno a uno, cumpliendo el destino ineludible del ser humano. Alégrate pensando que, al menos, la has conocido y has tenido el privilegio de sentir su amor durante años. No to­dos han sido tan afortunados.

—Tal vez pudiera vivir con el dolor si lograra arrancarme el recuerdo.

—¿Quieres decir borrarlo de tu memoria?

—Sí, como si las imágenes de su muerte no hubieran pasa­do nunca por mi vista.

—¿Crees que eso te aliviaría?

—¿Podrías...? —Juan miró con esperanza a su espejo. Su tono de voz daba a entender que aquello era posible.

—¿Sería bueno para ti?

—¡Sería lo mejor!

El espejo guardó silencio durante un tiempo que al príncipe le pareció eterno. Incluso creyó que sus ondas azules habían desaparecido de su plateada superficie. Finalmente, dijo:

—Puedo concedértelo. Pero has de saber que, por mucho que quisieras recuperar ese recuerdo, jamás podrías volver a sentirlo en tu memoria...

—Sí, sí; por favor.

—¡Espera! Hay algo más que debes saber. Puedo borrar ese recuerdo, pero con él tendré que borrar también los her­mosos recuerdos que guardas de ella. Será como si nunca la hubieras conocido. Piénsalo bien antes de aceptar.

A Juan tan sólo le importaba arrancarse aquel terrible do­lor por la muerte de su madre. Incapaz de pensar, de imaginar un futuro en el que ya nunca tendría el consuelo de los mu­chos momentos felices vividos a su lado, aceptó el trato del es­pejo.

Aquella noche, la primera después de muchas, consiguió dormirse de inmediato. A la mañana siguiente ni siquiera re­cordaba haber tenido madre. Es bien cierto que ya no sentía dolor, pero en su lugar quedaba un enorme vacío. No reía como antes, pero tampoco le dolían sus ojos irritados por las lágrimas.

Muy poco tiempo después, el viejo Califa moría en compa­ñía de sus amigos y familiares, entre el pesar de sus subditos, que lo amaban, y el de los del reino de Juan, que temían ne­gros días como los predichos por el duque Orlando el Tuerto.

Apenas dieron tiempo sus sobrinos para guardar el luto. Sin tregua y con una ferocidad olvidada por los muchos años de paz, iniciaron crueles luchas de facciones para tratar de ob­tener, cada uno de ellos, el reino de su tío.

Y en esas guerras en que cada cual buscaba alianzas para lograr la victoria, hubo de verse enzarzado el tranquilo reino de Juan. Nuestro príncipe, que había perdido gran parte de sus recuerdos, seguía odiando la guerra como siempre había he­cho. Pero no tuvo más remedio que acompañar a su padre en la campaña militar. Lo hizo con el corazón dolorido y dispues­to a no derramar una gota de sangre.

Jamás había estado en una batalla, y el ruido de las armas, el polvo levantado por los caballos y aquel furor contenido de los soldados, que, de la noche a la mañana y sin saber por qué causa, habían pasado de ser buenas gentes a bravos vengado­res, mareaban a nuestro amigo hasta el punto de que, cuando se dio el grito de ataque, cerró los ojos y se limitó a cabalgar entre los guerreros, escuchando quejas y gritos, sintiendo la muerte en torno suyo como una maldición.

A Juan le parecía estar viviendo en medio de una pesadilla.

Al caer la noche cesó el combate, y sólo entonces supo que su padre había sido alcanzado por una lanza del enemigo y que había muerto en el campo de batalla, muy cerca de don-, de él permanecía con los ojos cerrados para no ver.

—Soy culpable, soy culpable —gemía abrazando el cadáver del rey.

Cuando llegó al castillo, huérfano y abandonado de sus últimas fuerzas, apenas le salía la voz para suplicar a su amado espejo:

—Te lo ruego, mi buen amigo. Bórrame este horrible re­cuerdo de mi padre muerto tan cerca de mí y por el que nada pude hacer. Te lo ruego, te lo ruego.

—Pero tú no eres culpable —dijo el espejo, que podía leer su corazón—. Tienes que volver a vivir esa batalla hasta que encuentres en ti ese perdón que te niegas por algo que no co­metiste.

—¿Revivir la batalla? ¿Acaso ignoras que permanecí con los ojos cerrados como el más cobarde entre los cobardes?

—No era cobardía, Juan. Tú no querías la guerra y a nadie se le debería obligar a matar a otro ser humano en nombre de ninguna razón. No existen razones justas para iniciar una gue­rra —la voz del espejo parecía oscurecida por los muchos de­sastres que le habían sido dados a conocer.

—¡Pero yo pude haberlo salvado! Bastaba con tener los ojos abiertos para ver la lanza que iba contra su pecho y dete­nerla. ¡Debí haber mirado!

—Tu padre tenía su destino señalado, como todos, y nada hubieras podido hacer.

—No trates de consolarme... ¡Tan sólo bórrame el recuer­do de este día!

—Sabes que con él también habré de borrar todos los que guardes de tu padre.

—¡No importa! ¿No ves que no podría vivir con este dolo y esta culpa?

—De acuerdo.

El espejo cumplió su palabra y borró de la memoria de Juan todos los recuerdos del padre.

Juan ya no sentía dolor, ni culpa. Lo malo era que apenas sentía nada. Con el dolor se había ido también la alegría, las ganas de vivir.

No quiso escuchar la lección más importante de su espejo:

hay que aprender a mirar el dolor cara a cara, aprender a vivir con él, como si fuera la otra cara necesaria de los momentos felices.

Pasaron años sin sentido en la vida del príncipe, que per­dió todo deseo de volver a ver aquellas ciudades desconocidas, y que ni siquiera pudo volver a sentir el consuelo de la poesía.'

Seguía vivo, ciertamente, pero para todos resultaba poco más que una vaga sombra con rostro a la que ningún senti­miento conseguía despertar.

Con el tiempo, regaló el espejo a un desconocido buhone­ro que llegó un día a su reino, y vivió sentado en su trono es­perando el día en que habría de cerrar los ojos para siempre y olvidar, otra vez olvidar, aquel cansancio que lo dejaba sin fuer­zas para soportar la vida.

Con el tiempo, el príncipe Juan se olvidó incluso del espe­jo. Nada de cuanto él pudiera enseñarle provocaría  su entusiasmo.
 


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